Sin levantarse aún de la silla, giró hacia
nosotros, abrió los brazos en un gesto de bienvenida y divertida dijo: “¿que vinieron
a buscar?”.
Para mí era más que evidente, ¿para qué más
va uno a una librería?.
Así y todo contesté como una nenita: “un
libro”.
Me salió una voz muy rara, finita, insegura,
tímida.
Entonces ella por fin se paró, y pude ver,
mientras se acercaba caminando jovial hacia nosotros, que esta mujer no era de
esta era.
Parecía recién bajada de la máquina del
tiempo.
Todo su look era retro, de otro siglo.
Su edad, indescifrable. Vestía una pollera oscura,
amplia, larga hasta la mitad de la pantorrilla, una blusita blanca llena de
puntillas, con cuello redondo y mangas cortas abullonadas, un chalequito de
terciopelo, bien pegado al cuerpo con muchos botoncitos adorables, su peinado,
impecable, sus zapatos bajos con zoquetes completaban el atuendo. Se movía como
una bailarina.
Salimos del local, y ya enfrente de su
negocio, nos preguntó qué libro queríamos. Mi marido señaló uno de la vidriera.
Uno cualquiera. Uno que cumplía la consigna de ser viejo, desteñido, sin mucho
valor como libro, ya que lo queríamos para deshojarlo y armar una especie de
collage en la pared. Nos miró aún más sonriente, visiblemente emocionada, y
llevándose una mano al pecho manifestó: “Oh! Ése libro! hace mucho que lo vienen
a ver en la vidriera y hoy por fin se decidieron no?”. No esperó respuesta
alguna (tampoco hubiésemos sabido que contestar), y sacando un manojo de llaves
de algún pliegue de la pollera, se dispuso a abrir la puerta no sin antes hacer
un cálculo en voz alta “uno, dos, tres, cuatro, cinco….. uno, dos, tres”, que
evidentemente eran las coordenadas precisas para encontrarlo fácilmente del
otro lado.
Lo sacó, le sacudió un poco la tierra, y me
lo entregó en la mano mordiéndose el labio inferior mientras me decía: “ya no hacen libros como éste, es una joyita este libro, son
conocedores ustedes!”.
Sonamos!, (pensé yo), y pregunté
inmediatamente el precio. “Por ser vos, y porque sé que lo vas a cuidar,
cincuenta pesos”, me dijo, mientras me palmeaba la mano y abría los ojos bien
grandes.
El costo estaba bien, era una suma más que
accesible, tirando a barato diría yo. El problema, es que ella parecía estar entregándome
un hijo y yo lo quería para descuartizarlo.
Resolví el dilema (léase expié mi culpa)
comprando algunos más que no sólo no pienso romper, sino que los voy a dejar
sobre una mesa ratona para que se luzcan como objetos decorativos, material de
lectura interesante, y fundamentalmente como tesoros de otra época, porque…..“ya no hacen libros como éstos, son una joyita estos libros, sólo
para conocedores!”. ¿Yo dije eso o escucho voces
en mi cabeza?.
Para que se queden tranquilos, les cuento
que decidí salvarle la vida al hijo dilecto de la señora, y en su lugar voy a
sacrificar unas guías de teléfono viejas de cuando los números tenían tres
dígitos. Si alguien se siente ofendido por tal sacrilegio tengo unas más
actuales para arrancarles las hojas y pegarlas, que, estoy segura no le van a
doler a nadie.
Por cierto, el libro que tanto amor le
inspiraba a aquella bella y excéntrica dama es “Mil y una anécdotas de gente
conocida” de Asenjo y Torres del Álamo, del año 1940.
Continuará……